miércoles, 19 de junio de 2013

Dicen que enamorarse es un acto reflejo... como tener miedo.

Yo fui una niña sin miedo: no me asustaban los fantasmas, ni los monstruos, ni la oscuridad. Podía mirar debajo de la cama segura de que no había esqueletos ni vampiros. Podía enfrentarme a las niñas de quinto segura de que no me quitarían la merienda. Y así, hasta hoy, segura de que puedo coger un Magnum y avanzar por un callejón, porque no es eso lo que me da miedo. Lo que me aterra es decir que sí a algo que no podré cambiar mañana, pensar en un sofá para toda la vida, en un crédito hipotecario, en una declaración conjunta o en un «esta tarde tenemos que hablar», buscar colegios y canguros y pensar en un lugar para vivir cuando ya no tengamos pulso para sostener el Magnum. Y de pronto todo ese terror se empieza a disfrutar como el looping de una montaña rusa, y eso es la felicidad.

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